lunes, 28 de marzo de 2011

La realidad que nos espera. La poesía de Antonio Cabrera (hasta el libro Con el aire)




La meditación es, por lógica, el paso posterior al sentimiento, pero no es indispensable meditar todo aquello que se siente ni sentir todo aquello que se pretende meditar. En verdad, meditación y sentimiento pueden complementarse del mismo modo que pueden contrarrestarse mutuamente si entre ellos no surge la pausada serenidad de la conciencia de cada uno. Pero este es ya el paso final, el regreso de toda una aventura cuyo fin es la experiencia del mundo (y de lo que lo compone) y no su premisa.
Sin duda, la poesía de Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958) es ese punto medio que sabe conjugar sentimiento y meditación. El logro de tan difícil hito es saber ahormar una voz y un mundo poéticos a lo largo de los años, sin dejarse llevar por esos lógicos impulsos del mercado editorial. Cabrera no sólo ha hecho oídos sordos a tales tentaciones sino que, además, se ha mantenido fiel a sí mismo a pesar de los importantes éxitos que su selecta producción ha conseguido: el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe y el Premio Nacional de la Crítica por En la estación perpetua (Visor, 2000) y el Premio Ciudad de Melilla por Con el aire (Visor, 2004), sin olvidarnos de la fronteriza colección de haikus de tema ornitológico, con el título Tierra en el cielo (Pretextos, 2001), ni su reciente Piedras al agua (Tusquets, 2010), del que nos ocuparemos en otro momento.
En la estación perpetua es un libro llamado a calar en la memoria literaria: su singular manera de acercarnos al entramado cauce del pensamiento más inesperado bajo la consigna de un marco sumamente cotidiano no pasa inadvertido para el atento lector de poesía. Nada en él parece haberse dejado al azar, pues nada en él se reconoce como azaroso: es un libro que habla de consecuencias, de mensajes velados en las situaciones que dábamos por cerradas, por mudas, por inexpresivas. Primero sobreviene la mirada: la contemplación nos revela el mundo y nos ayuda a hacernos un mapa de él. El primer vector de esa geografía personal es la luz; y el segundo, la noche, la oscuridad. A partir de aquí emerge la conciencia, que certifica que lo contemplado es real. Esa realidad pasa a formar parte de nosotros mismos y surge así la idea de la interiorización (emoción y meditación); finalmente, el oído nos ayuda a darle ritmo a esa experiencia: es decir, a darle una lectura personal, una interpretación y, por contraste, un sentido. En cierta manera todo este proceso resulta constante y característico en su obra y resulta especialmente visible en su primer libro.
Lo curioso es que esa conclusiones que la conciencia extrae de su emocionada perfección del mundo siempre son tenidas como erróneas, pues están incompletas, son estrictamente personales y por tanto arrojan una verdad sólo válida para la voz que la pronuncia o los ojos que la miran. Porque la poesía de Cabrera es también testimonio de un choque constante entre la necesidad de conocer y los límites que ese conocimiento impone a la conciencia humana. Y esto no sólo se ve como frontera empobrecedora: es también reflejo de la fascinante anarquía que dirige al pensamiento y sus manifestaciones. Y es ahí donde el poeta fija la memoria, la emoción, la mirada y la propia sorpresa de su revelación. Por tanto, la reflexión- única arma que el hombre puede usar ante el tiempo- es «Lo íntimo es el mundo. Con su callado oxígeno / sofoca sin remedio la voz que quiere hablar, / la disuelve, la absorbe», y en consecuencia, la escritura es el amasamiento de esa reflexión que cala en el interior del ser humano con silencioso resultado y se hace testimonio de la propia existencia (o de su resistencia).
Con el aire es un libro que no abandona ni el tono (que tildamos ya como francamente logrado y singular) ni las formas (predominio del endecasílabo y sus combinaciones) ni su temática. Nuevamente nos va descubriendo, en el pequeño detalle,  indicios de una verdad más honda y reveladora. El mundo natural viene a ser el cuaderno de notas en el que el poeta se describe, desmitificado, herido de tanta intrascendencia que desprende como si esa misma revelación que persigue sólo le acabe dando indicios de una honda soledad de fondo.
Pero esta vez el poeta siente la necesidad de certificar la pertinencia de sus reflexiones a través del otro, como si quisiera señalarnos (más que describirnos) con su dedo el insistente mensaje de una vida que se aferra a la memoria para proyectarse hacia el anodino presente: «Y así, / voy del aire del mundo a nuestra carne ». Con el aire es un doble testimonio: de la vulnerabilidad del ser como materia a la levedad del pensamiento que todo lo recorre, llevándose con él lo más inesperado. Y la poesía es el pasajero principal de ese débil aliento que emerge, con el aire, de uno mismo: «Mi presencia interroga pero se hunde en el tiempo».
Sin duda, Antonio Cabrera ha sabido hilar con cuidado su voz y equilibrar ritmo y meditación de manera modélica; pero demás, ha tejido una mortaja poética a medida para todo aquel lector de poesía que, a pesar de buscar nuevos horizontes y revelaciones, siempre desea regresar a sus versos «donde se escribe / la línea impronunciable de lo que no se oculta».

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